Por Juan Grabois
El Diario.Es
Villarruel cuestiona la literatura escolar como estrategia para posicionarse en el nacionalismo conservador, usando tácticas de manipulación emocional para ganar apoyo popular. La derecha explota el impacto de temas polémicos, mientras el progresismo queda atrapado en defensas técnicas. La justicia social se recupera con acciones sinceras y menos retórica.
Los que amamos la literatura tuvimos
que escuchar esta semana cómo la vicepresidenta Villarruel ponía en cuestión su
valor pedagógico por una escena extrapolada de un texto que no tuve el gusto de
leer. En ese contexto, se cuestionan otras obras, algunas de ellas magistrales,
como Las Primas de Alicia Venturini, que fueron adquiridas para abastecer las
bibliotecas escolares.
Villarruel no es una mamá enojada con
los libros escolares. Es una política astuta y advenediza que está intentando
posicionarse como referente del nacionalismo conservador frente a una eventual
crisis del anarcocapitalismo de Milei. Su base de apoyo son los restos
rancios del partido militar junto a pequeños círculos del peronismo
lopezreguiano, pero coquetea con gobernadores y dirigentes de nuestro campo
político. Es, además, el plan b del sistema. No hay que subestimar a la
segunda en la línea de sucesión.
Villarruel no es una mamá enojada con
los libros escolares. Es una política astuta y advenediza que está intentando
posicionarse como referente del nacionalismo conservador frente a una eventual
crisis del anarcocapitalismo de Milei
Como muchos otros falsearios,
Villarruel observa atentamente lo que funciona en el norte imperial para
copiarlo en el sur colonial. Extrapolar párrafos en textos escolares para
mostrar la literatura como propaganda porno-comunista que convierte a los niños
en transexuales es una falacia potente que, bien administrada, puede ser eficaz
en amplios sectores de la población.
Sea un clásico de la literatura
universal o una obra de mérito artístico discutible, si el advenedizo logra
visualizar medio párrafo con contenido perturbador genera un impacto
emocional inmediato en los padres que produce indignación y rechazo.
Los progresistas, al intentar defender la necesidad de una educación inclusiva
o la visibilidad de temas de diversidad, se enredan en un debate técnico y
explicativo.
La derecha no tiene que demostrar
nada, solo seguir repitiendo la narrativa de “protección a la infancia”. El
progresismo —uso la palabra sin connotación peyorativa— queda atrapado en un
rol que les obliga a justificar algo que el público ya ha interpretado como
moralmente dudoso, lo cual los desconecta —por buenas que sean sus intenciones
o verídicos sus argumentos— del apoyo popular en temas más amplios de justicia
social, equidad e inclusión. El resultado es una derrota política que
no se siente porque, en su cámara de eco, resuena una reafirmación de su propio
sesgo.
Hasta ahí estaríamos frente a un caso
de desplazamiento del campo discursivo, ya de por sí difícil de enfrentar, que
se agrava cuando a los sofismas derechistas se suma la hipocresía del propio
campo político. Esto sucede cuando una serie de modismos políticamente
correctos luego no se verifican en la moralidad predominante en nuestro campo.
Me refiero a los abanderados de la cuestión de género que luego
practican la violencia contra las mujeres, a los adalides de la inclusión
social que después maltratan a los trabajadores, a los defensores de pueblos
originarios que nunca pisaron una comunidad indígena, a los promotores de la
legalización de las drogas que piensan más en su propio estilo de vida que en
las necesidades sociales, predicadores de la justicia social que navegan en
prostibularios yates de lujo, etcétera.
Desde luego, no me estoy refiriendo
al ministro Sileoni ni al gobernador Kicillof, a quienes tengo en alta
estima. Se trata de un fenómeno internacional que hay que comprender. Es
una trampa bien urdida. Desacreditar las ideas generales extrapolando
situaciones particulares, cargándolas de un contenido emotivo que toca las
fibras de los sectores populares, secuestrando el apoyo de la clase
trabajadora, explotando las vulnerabilidades del campo popular.
Cuando Villarruel sale a posar como
agente de un grupo policial de élite, muchos de nosotros podemos ver a una
señora ridícula imitando a un actriz de Brigada Cola; muchos compatriotas, en
cambio, ven a una mujer de armas tomar dispuesta a defender su derecho a la
seguridad. Cuando muchos de nosotros vemos su fotomontaje en McDonald's
sentimos vergüenza ajena por la burda imitación que hace de una reciente
actividad proselitista en la que Donald Trump hizo exactamente lo mismo. Sin
embargo, mucha gente ve a una señora apoyando a los asalariados de bajos
ingresos y disfrutando la comida que es tal vez el único gusto que se da una
familia humilde en el mes.
Extrapolar párrafos en textos
escolares para mostrar la literatura como propaganda porno-comunista que
convierte a los niños en transexuales es una falacia potente que, bien
administrada, puede ser eficaz en amplios sectores de la población
Desde luego, para Villarruel no es
una cuestión de convicciones sino de marketing político. Ninguno de los
cultores del neoconservadurismo son “gente común” que viven apegada a las
viejas y buenas tradiciones morales de la familia nuclear; que está dispuesta a
defenderlas con las armas largas de la patria, la comunidad y las buenas
costumbres. Los neoconservadores suelen ser actores que representan un papel al
servicio de intereses bien concretos que pueden, sin escrúpulo alguno ni
necesidad de argumentar nada, asociarse con cualquiera que defienda los
mismos intereses aunque esté en las antípodas de su prédica.
Contestar provocaciones bestiales con
explicaciones intelectuales y propaganda populista con argumentos elitistas es
precisamente el juego de Villarruel y los ingenieros del caos. El camino
tampoco es imitar sus métodos de manipulación de masas que tocan las fibras más
bajas de la naturaleza humana —la codicia, el resentimiento, la envidia, la
cobardía, la xenofobia— para manejar a las personas. Eso es convertirse en la
misma lacra.
Hay que comprender que ellos siembran
la deshumanización al interior de la clase trabajadora mientras los que
sostenemos con sinceridad las banderas de la justicia social quedamos
desplazados por sostener ciertas apariencias que atentan contra la esencia de
nuestro ideal.
En estos tiempos de posverdad,
considero que el mejor camino es salir del mundo de las apariencias y volver a
lo esencial enunciado con el lenguaje del corazón y respaldados con la obra de
las manos. Reemplazar lo políticamente correcto por lo humanamente justo,
actuar con bondad sin pensar en la conveniencias a corto plazo y priorizar a
los excluidos, marginados y oprimidos más en nuestra conducta política que en
nuestras construcciones discursivas.
JG/JJD
No hay comentarios.:
Publicar un comentario