POR LUIS SELLAN
Un fenómeno acaba de explotar por todos lados: El Eternauta. La serie que llegó a Netflix y en seguida se convirtió en tendencia. Pero no es solo una moda: es un hito. Una historia de ciencia ficción nacida en Argentina, llevada a la pantalla con una calidad que —seamos sinceros— no estamos tan acostumbrados a ver por estos lados.
Porque convengamos que la
ciencia ficción en Argentina no abunda. Y cuando aparece, suele ser con
recursos limitados, casi de culto. Pero El Eternauta, esta
versión audiovisual que reinterpreta la obra de Héctor Oesterheld y Francisco
Solano López, llegó con todo: producción de alto nivel, efectos bien logrados,
una Buenos Aires distópica creíble y, sobre todo, una potencia visual que hizo
que hasta quienes nunca leyeron la historieta se engancharan. Eso, ya de por
sí, es un hecho artístico enorme.
Y ahí está lo interesante: en
medio de una industria local más acostumbrada al drama o la comedia
costumbrista, esta serie rompió moldes. Nos recordó que también podemos contar
historias de invasiones, de nieve mortal, de futuros posibles —o imposibles— con
nuestra propia identidad. Que la ciencia ficción no tiene que sonar a
"Hollywood" para pegar.
Pero claro, como todo fenómeno
cultural fuerte en Argentina, también se volvió político. Y El
Eternauta, desde su origen, tiene una carga simbólica muy fuerte.
Es la historia de un pueblo que se organiza, que resiste, que se enfrenta a
enemigos que manipulan desde las sombras. Oesterheld no era neutral, y
la dictadura militar lo hizo desaparecer por eso. Así que no… no es solo una
serie de acción.
En estos días se armó una
discusión tremenda: algunos la celebran como una reivindicación de la memoria y
la lucha colectiva, inclusive del peronismo; otros se quejan de que tiene
“bajada de línea” o que se la “politizó”. Pero la verdad es que El
Eternauta ya venía politizado de fábrica. No es que Bruno
Stagnaro-su director- lo volvió ideológico: es que el país en el que fue
escrito ya era una distopía de alto contenido político.
Y como si faltaran
condimentos, apareció esa gigantografía en el Obelisco, el Eternauta tapando el
símbolo más icónico del país. Algunos lo vieron como marketing, otros como
provocación, otros como un acto de justicia simbólica. Lo cierto es que El
Eternauta volvió a instalarse, no solo como serie, sino como
pregunta: ¿quiénes somos cuando cae la nevada? ¿Qué hacemos frente al miedo,
frente a los "Ellos"?
Lo que esta serie logró, más
allá del debate, es recuperar una narrativa potente, visual y emocional. Puso a
miles de pibes a preguntarse quién fue Oesterheld, qué pasó en los 70, por qué
una historieta puede doler. Y eso es arte también. No porque tenga respuestas,
sino porque incomoda, porque abre conversaciones.
El Eternauta, no es solo una
buena serie. Es un fenómeno cultural, político y artístico. Es un espejo de lo
que fuimos, lo que somos, y —tal vez— lo que podríamos ser. Y mientras
discutimos si está bien hecha, si exagera, si respeta el guion original... El
Eternauta ya logró lo más difícil: que hablemos. Que pensemos. Que
no nos dé lo mismo.
Y mientras la nieve cae en esta Buenos Aires imaginaria —pero tan real como sus dolores— nos queda esa pregunta que atraviesa toda la obra: ¿cómo seguir cuando todo se desarma?
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